YO
CAMBIO EL MUNDO
La negrura lo apretaba
todo: su cuerpo febril, los pensamientos desorientados, el alma errabunda. Entreabrió
los párpados. Unos ojos que parecían haber visto pasar demasiadas veces la vida
le miraban. Un halo amarillento bailaba en alguna parte y le daba pátinas de
metal dorado a la piel oscura que les rodeaba. Voces de mujeres rezaban. Pensó
que, tal vez, se hallaba en el trance final de la muerte. Cerró otra vez los
párpados y con un quiebro blando, carne y espíritu se dejaron engullir por la
espiral de inconsciencia y fatiga.
La terraza del Villa
Magna hacía juego con la copa del Vega Sicilia. Tenía mucha sed, pero ella
sabía cómo disfrutar del preciado caldo. En la mesa había colocado la carpeta
con los títulos, un anuncio de trabajo y su pasaporte. Los estudios también le
habían servido para descubrir el eslabón que debía romper si no quería formar
parte de la cadena. Tanto escuchar: «Tú eres mejor porque has nacido en esta
familia», le hizo mirar más allá del dinero.
Un hombre de traje azul
marino apareció, trayendo consigo algo de lluvia y un trío. Caminaba como en un
desfile militar. Cuando la vio, dejó brotar una mueca. No esperaba encontrarla
con ropa deportiva. Le contrariaba verla así y menos en aquel sitio y para esa ocasión. Contuvo
la crítica y relajó el rostro. Hizo una señal.
No
sé tú salió de las guitarras y las voces de los músicos. Se
intensificó el chubasco y el hombre de aspecto solvente y recio examinó el
cielo y después sus zapatos carísimos. La volvió a mirar y abrió una cajita de
terciopelo que sacó del traje. De ella emergió un brillo de diamantes y oro blanco
y también un probable amor eterno, lujo y vida muelle. Ella volvió la vista
sobre los papeles. Él cerró la cajita y mandó callar el No sé tú. Primero encontró el grado en Psicología, luego un máster
en Criminología, la oferta de trabajo de una ONG y el pasaporte con visado a la
República Centroafricana.
Después del tipo del
traje, los del No sé tú se marcharon
con caras de falsificada seriedad. Empeoró el tiempo y ella se asomó a la
calle. Temblaba. Se le mojaba la frente y la sed se volvió terca. Decidió beber
sin importarle las buenas costumbres de tantos años, pero a pesar de intentar
acabar con el vino de golpe, no caían más que unos ridículos tragos. Gritó.
Abrió por fin los ojos y
escuchó otra vez los rezos. Se hizo el silencio y con él llegaron abrazos a la
lumbre de quinqués y francas sonrisas, susurros amables entre telas
multicolores y pieles brunas, emociones fecundas de la tierra roja y los
cánticos del trabajo, el cariño de aquellas mujeres víctimas de inconfesables
formas de violencia.
El rostro blanco y los
ojos claros de la doctora de la comunidad se abrió paso entre los murmullos. Supo
que había vencido a la malaria. No quiso volverse a España. Seguía decidida a
continuar ayudando a las mujeres de allí, porque ella, sin duda, les enseñaba a
cambiar el mundo.
#Historiasdemujeres