NOSTALGIA EN COPA DE
RON
Ya no era el sitio que
yo viví. Estaba muy lejos de aquellos recuerdos que forjé en mi memoria.
Esperaba entrar y darme de narices con algún pianista tocando Silencio, por poner un ejemplo de un
bolero contundente, de esos que cortan el alma con un filo de palabras, limpio
y cruel. De esos de cara seria mientras te retratan la jodida vida y que luego,
después que te dejan descompuesto, se alejan sonriendo como un canalla que sabe
que te hizo pensar con su poesía callejera.
Anhelaba contemplar a
la mujer fatal apoyada a un lado del piano, con cigarro en una mano y copa de
ron añejo en la otra. Un barman viejo mirándola con la lujuria apoyada en sus
cansados ojos mientras secaba algún vaso con un paño blanco. Clientes esparcidos por las mesas, perdidos
en la penumbra del lugar y del tiempo. Todos libando el néctar de la caña de
azúcar a su manera, solo o combinado con otros brebajes que le cambian aroma y
sabor, para bien o para mal. Me daba
igual.
Quería contemplar, bajo
la mortecina luz de algunas lámparas, el humo de los puros habanos de algunos
tipos duros que podrían estar hablando en voz baja, con los codos apoyados en
la barra. Policías o mafiosos, o policías y mafiosos, con traje y zapatos de
dos tonos. Eso también me traía sin cuidado.
Deseaba pedir un buen
ron Matusalem añejo, con una sola piedra de hielo, al perfil del viejo barman y
que este me lo sirviera con gesto de fastidio por distraerle de la imagen de la
mujer del piano. Notar la desconfianza en la mirada de reojo de los policías o
los mafiosos de la barra. Hacer un gesto al pianista y que este me devolviese
el saludo y que la mujer fatal me guiñase un ojo un instante para seguir
perdida en la melodía del piano.
Pero no había nada de
eso. Lo que pude ver en el lugar fueron sendas pantallas de televisión que
transmitían combates de lucha. Varios turistas bebiendo cerveza y una música de
fondo tipo reguetón que atronaba el recinto.
La camarera me peguntó
qué era lo que me apetecía beber. «Nostalgia», le dije. Me observó con
extrañeza y se alejó. Salí a la calle. La decoración del Sloppy Joe’s fue
respetada en su restauración, pero no el sabor ese de antaño, traicionado por
las pantallas de televisión y sus combates de lucha, por el reguetón y por la
creencia absurda de pretender que para sitios como este vale cualquier
mediocridad.
Querido abuelo. Aquello que me contaste y que hice tan mío no
lo he vuelto a ver. Lo siento. Quizá para la próxima. El añejo me lo tomo en alguna terraza a tu
memoria, estés donde estés.
Alex Cardoso.