jueves, 25 de abril de 2019


Pensaba que mientras más largo se hacía el camino, más le castigaba el peso de las evocaciones. Estas llegaban como gigantescos pájaros que se posaban sobre sus bártulos llenos de historias. Casi siempre ocurría cuando escuchaba alguna canción. Parecía que aquellas aves extrañas poseían un don más extraño aún, que en su rareza, les permitía advertir la aparición de su lado más melancólico, más nostálgico, más humano, y surgían entonces así, como de la nada, daban varios círculos sobre sus imaginados momentos hasta descender y posarse en cualquier cara, en cualquier calle, en cualquier risa o en cualquier llanto, en cualquier abrazo e incluso en cualquier beso. Entonces permanecían allí, calladas, hasta que él las espantaba con los gestos, con las palabras, con el cansancio.
A.C.

sábado, 20 de abril de 2019

¿Volverán las bicicletas a esperar en los portales de aquellas casitas cerca del mar? ¿Retornará el tiempo de perseguir cangrejos en la playa desierta? ¿Regresarán aquellos libros de Salgari? ¿Abriremos los ojos a los madrugadores rayos del sol? ¿Correremos por el limonar tras mortificar a las avispas? ¿Escucharemos los gritos de los otros chiquillos para que salgamos a jugar al béisbol? ¿Tomaremos de nuevo agua con azúcar prieta y pan quemado con mantequilla? ¿Competiremos a ver quién sube al árbol más alto? ¿Seremos capaces de reír una vez más con toda aquella inocencia? Mientras espero, sigo escuchando a Barbra Streisand y su Memories The Way We Were…

lunes, 15 de abril de 2019

"Nostalgia en copa de ron"


NOSTALGIA EN COPA DE RON

Ya no era el sitio que yo viví. Estaba muy lejos de aquellos recuerdos que forjé en mi memoria. Esperaba entrar y darme de narices con algún pianista tocando Silencio, por poner un ejemplo de un bolero contundente, de esos que cortan el alma con un filo de palabras, limpio y cruel. De esos de cara seria mientras te retratan la jodida vida y que luego, después que te dejan descompuesto, se alejan sonriendo como un canalla que sabe que te hizo pensar con su poesía callejera.
Anhelaba contemplar a la mujer fatal apoyada a un lado del piano, con cigarro en una mano y copa de ron añejo en la otra. Un barman viejo mirándola con la lujuria apoyada en sus cansados ojos mientras secaba algún vaso con un paño blanco.  Clientes esparcidos por las mesas, perdidos en la penumbra del lugar y del tiempo. Todos libando el néctar de la caña de azúcar a su manera, solo o combinado con otros brebajes que le cambian aroma y sabor, para bien o para mal.  Me daba igual.
Quería contemplar, bajo la mortecina luz de algunas lámparas, el humo de los puros habanos de algunos tipos duros que podrían estar hablando en voz baja, con los codos apoyados en la barra. Policías o mafiosos, o policías y mafiosos, con traje y zapatos de dos tonos. Eso también me traía sin cuidado.
Deseaba pedir un buen ron Matusalem añejo, con una sola piedra de hielo, al perfil del viejo barman y que este me lo sirviera con gesto de fastidio por distraerle de la imagen de la mujer del piano. Notar la desconfianza en la mirada de reojo de los policías o los mafiosos de la barra. Hacer un gesto al pianista y que este me devolviese el saludo y que la mujer fatal me guiñase un ojo un instante para seguir perdida en la melodía del piano.
Pero no había nada de eso. Lo que pude ver en el lugar fueron sendas pantallas de televisión que transmitían combates de lucha. Varios turistas bebiendo cerveza y una música de fondo tipo reguetón que atronaba el recinto.
La camarera me peguntó qué era lo que me apetecía beber. «Nostalgia», le dije. Me observó con extrañeza y se alejó. Salí a la calle. La decoración del Sloppy Joe’s fue respetada en su restauración, pero no el sabor ese de antaño, traicionado por las pantallas de televisión y sus combates de lucha, por el reguetón y por la creencia absurda de pretender que para sitios como este vale cualquier mediocridad.
Querido abuelo.  Aquello que me contaste y que hice tan mío no lo he vuelto a ver. Lo siento. Quizá para la próxima.  El añejo me lo tomo en alguna terraza a tu memoria, estés donde estés.

Alex Cardoso.


jueves, 11 de abril de 2019



Los descubres. La tecnología es lo que tiene. Puedes encontrar niños llenos de canas en el otro lado del mundo. Es cuestión de tiempo y de suerte que te vean como ya les has visto. 
Hurgas un poco, como un vulgar mirón de vidas cortadas. Intentas hallar esa otra parte que intuyes debería haberse desarrollado de alguna manera. Resto de una biografía regenerada como el apéndice de una lagartija..., y resulta que no le das a la tecla. Aún no. Esperas no sé qué. Quizá quieras unir los pedazos de aquellas existencias con mucho cuidado. Un «no vaya a ser que...», te advierte de que seas cauto. 
Tal vez ellos no quieran saber tanto de ti, o no lo necesiten, o prefieran seguir como tú, reconstruyendo en su imaginación el reverso de la moneda, la continuación de la pieza rota que les quedó en las manos cuando tu vida también se partió ante sus ojos. 
Ahora te das cuenta. En tu caso pasa lo mismo, o casi. Es como si te bastara solo la cara amable de la infancia, el desgastado anverso del colgante, la borrosa película de cuando subíais a los árboles, de cuando se jugaba al béisbol o al escondite. Aquella ausencia de preocupación. 
Y mientras tanto sigues ahí, con el dedo a punto de presionar la tecla del ratón. Aquellos chiquillos llenos de canas te miran. Pero no, aún no te animas. Acaso mañana.

Y uno más uno dejaron de ser diez para volver a ser dos. Renunció a creer que el cielo era morado cuando comprobó, tras abrir los ojos con despertar de asombro, que seguía siendo azul. El mar ya no mostraba aquella triste e impuesta escala de grises y la noche le devolvió la luna llena tras cien eclipses de palabras huecas y gestos duros.
A.C.


Tanto por hacer y las horas que no se estiran, que no, porque son rígidas y como unos pocos sospechamos, más rápidas de lo que piensa la mayoría de la gente. Algunos han escrito que ellas caen lentas, aunque yo discrepo. Estoy convencido de que, además, en su carrera son silenciosas y traicioneras. Se alejan sin dejar comentarios ni consejos, las perdemos de vista desconociendo la mayor parte de las veces si nos han servido para algo. Tampoco podemos contemplarlas demasiado tiempo en su huida porque la siguiente, implacable, anda tocándonos el hombro, callada, lista para echar a correr con las demás en tres, dos , uno…   
A.C.


lunes, 1 de abril de 2019


Veo entre las paredes de la recepción al gallego Manuel. Está hablando con un huésped, un tipo elegante que va de traje y usa zapatos de dos tonos. Tiene aspecto de pistolero, la verdad, aunque le escucho decir que es comercial. Detrás de ellos resalta el nombre del hotel: ROOSEVELT. Así, todo en mayúsculas. Dos mujeres salen conversando del antiguo ascensor. Exhiben refinados atuendos de aquellos años cuarenta y no prestan atención a las notas de un piano que desde el comedor caen, melancólicas, sobre todos y sobre mí. «Ay, amor», ese es el título. Acomodado en el amplio sillón «art decó» observo todo con detalle, acompañado, siempre, de mi vaso de ron añejo Matusalem. La escena es como un sueño maravilloso, real, palpable, que a veces se parece a alguno de mis relatos.

Algo de sol en la cara. Un poco de arena en las manos. Trocito de mar en la mirada. Andar despacio. Pizca de viento en el pelo.  Incalculable felicidad.